Virginia Woolf y la importancia de tener “una habitación propia” para escribir
¿Has leído algún libro de Virginia Woolf? Tanto si sí como si no, seguro que te suena esta frase suya tan célebre: “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción”. Pertenece a su obra Una habitación propia, uno de los ensayos feministas más famosos de todos los tiempos.
La autora británica nació en Londres el 25 de enero de 1882 y se educó en casa por deseo de su padre, el escritor Leslie Stephen. Lo de no ir a la escuela era algo habitual en su época y clase social, pero sus hermanos varones sí fueron a la universidad y nadie dudó nunca de que merecían estudiar. Es obvio que nadie pensó ni por un instante que Virginia llegaría a ser conocida como una de las renovadoras de la novela moderna.
Las mejores novelas de Virginia Woolf
Al menos, en su casa de Kensington se respiraba un ambiente culto e intelectual. Gracias a la nutrida biblioteca familiar y las constantes visitas de exitosos artistas amigos de la familia, la semilla del talento y la libertad de espíritu que caracterizaron a la novelista florecieron muy pronto. También, inevitablemente, su enorme sensibilidad y aquella manera tan suya de captar los matices más sutiles de la realidad y filtrarlos a través de la palabra.
En 1915, a los 33 años, publicó su primera novela, titulada Fin de viaje. En 1925 vio la luz su primer gran éxito, La señora Dalloway. Con esta novela, la escritora comenzó a recibir la aprobación de la crítica literaria. En ella introdujo el monólogo interior, con el que los personajes muestran su fluir de pensamientos, emociones y contradicciones íntimas, logrando que el lector se identifique con sus tribulaciones. Después llegaron Al faro, Orlando: una biografía, Las olas, Paseos por Londres (esos paseos que tanto me inspiraron para escribir mi novela “Mamá, me voy a Londres”) y Una habitación propia.
En su célebre ensayo reivindicó la independencia económica y la necesidad de un espacio propio, real y metafórico, para las mujeres que querían desarrollar su creatividad pero habitaban en un mundo donde solo se les permitía acceder a la maternidad y la vida doméstica. El libro está escrito en 1929, por lo que esas mujeres obligadas a quedarse dentro de las cuatro paredes de su casa eran básicamente la inmensa mayoría de las mujeres.
En sus páginas, Woolf inventó un personaje llamado Judith que era la supuesta hermana de Shakespeare. “Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela…”, dice. Judith no existió pero, aunque lo hubiera hecho, probablemente nunca habríamos oído hablar de ella. La misma Virginia cayó en un cierto olvido tras su muerte, pero afortunadamente este ensayo fue recuperado por las feministas de los años 70 y desde entonces ha servido de inspiración a miles de mujeres anhelantes de desplegar sus alas.
La escritura como tabla de salvación
La vida personal de Virginia no se puede separar de la profesional, ya que la escritura fue su manera de procesar, comprender y expresar su propia complejidad interna. Escribió siempre e intensamente para entenderse a sí misma y relacionarse con el mundo: no solo novelas y ensayos, sino también cuentos, una obra de teatro o crítica literaria, además de una colección fascinante de cartas y diarios personales en los que su mundo interno fluye sin prohibiciones, barreras ni puertas cerradas. “La verdad es que escribir es el placer profundo, y el que te lean, solo superficial”, escribió en uno de sus diarios.
La escritora padecía lo que hoy se conoce como trastorno bipolar, y su primera crisis depresiva tuvo lugar con solo 13 años tras la repentina muerte de su madre, Julia Prinsep Jackson, que era modelo de pintores prerrafaelitas. Poco después falleció su hermanastra Stella, que había heredado el papel de “madre”. Cuentan que el padre de los Woolf, que era la típica figura autoritaria, prohibió a sus hijos hablar de estas muertes.
Pero la experiencia más devastadora de Virginia fueron los abusos sexuales que sufrió desde muy niña y durante muchos años por parte de dos de sus hermanastros (hijos de un primer matrimonio de su madre y bastante mayores que ella), que fueron determinantes en su mala salud mental. Como solía ocurrir por aquel entonces, la situación era una especie de secreto a voces, un tabú que la sociedad patriarcal se encargaba de esconder bajo la manta.
Por suerte, Virginia contó toda su vida con el amor incondicional de su hermana Vanessa Bell (1879-1961), que también fue víctima de los mismos abusos y una notable artista que diseñó muchas de las cubiertas de los libros de la escritora.
Cuando su padre también murió, Virginia, Vanessa y sus hermanos Thoby y Adrian se mudaron al barrio londinense de Bloomsbury, cerca del Museo Británico. Por esta época, la autora comenzó a sufrir brotes psicóticos, consecuencia de todos sus traumas no resueltos. Pero su vida social florecía en contraposición a su vida interior, y la casa de los cuatro hermanos se convirtió en centro de reunión de algunos brillantes compañeros universitarios de Thoby. Entre ellos estaban el escritor E.M. Forster, el economista John Maynard Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. Todos procedían de la Universidad de Cambridge y pasaron a la historia como el Grupo o Círculo de Bloomsbury.
Matrimonio feliz y relaciones abiertas
Con uno de ellos, el escritor y economista Leonard Woolf, Virginia se casó a los 30 años. Juntos crearon en 1917 la editorial Hogarth Press, donde se editó la obra de la propia Virginia y la de otros autores como Katherine Mansfield, T. S. Eliot o Sigmund Freud. El matrimonio duró hasta el fin de sus días, pero el Grupo de Bloomsbury defendía las relaciones abiertas, y Virginia mantuvo una muy larga y apasionada con la escritora Vita Sackville-West. Ella le inspiró el protagonista de su novela Orlando, que vive a lo largo de varios siglos siendo unas veces hombre y otras mujer.
El Círculo de Bloomsbury no solo destacó en lo artístico, sino también por su actitud vital. Rebelándose contra las rigideces de la moral victoriana, introdujeron en la sociedad inglesa el interés por el pacifismo, el feminismo y la libertad individual y muy especialmente sexual. Todos ellos mantuvieron complicadas relaciones abiertas e incluso intercambiaron amantes. Hay muchas películas basadas en esta interesante “pandilla”, como Carrington, cuyo trailer puedes ver a continuación.
Vanessa Bell fue una de las más rompedoras del grupo. Mantuvo un matrimonio abierto, fue una activa pacifista y destacó como fotógrafa e interiorista. Pero sobre todo fue la pintora que introdujo el impresionismo en Inglaterra, aunque siempre se habló más de las novelas de su hermana que de su arte con los pinceles.
Sin embargo, los miembros originales del grupo fueron muy reticentes a admitir mujeres en su seno. Salvo Virginia y Vanessa, ninguna fémina participó plenamente en sus actividades intelectuales. Y eso a pesar de que alrededor del núcleo orbitaron mujeres tan excepcionales como la pintora y decoradora Dora Carrington, la escritora neozelandesa Katherine Mansfield o Vita Sackville-West, la amante de Virginia. Aristócrata, escritora y diseñadora de jardines, su arrolladora personalidad no bastó para romper, una vez más, los muros del machismo.
Y Virginia no pudo más…
Virginia, a quien su familia apodaba “The Goat” (la cabra), no logró enraizarse en la vida a pesar de su creciente éxito literario y de su matrimonio. Sus crisis fueron en aumento y, cuando los bombardeos nazis durante la ll Guerra Mundial destruyeron su casa de Londres, cayó en una profunda depresión a la que ya no logró sobreponerse. El 28 de marzo de 1941 escribió varias notas de despedida, llenó de piedras los bolsillos de su abrigo y se dejó caer al río Ouse, que pasaba cerca de su casa. Semanas después, unos niños encontraron su cuerpo.
A su marido le dejó las siguientes palabras: “Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer. No puedo luchar más. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo”.
Por suerte, al resto de la humanidad nos dejó su voz propia y única.
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